Un túnel bajo el océano

En las aristas del norte del litoral apenas hay ruido antes de las ocho. Nada más allá de algunos pájaros que cantan, o el suave tintineo de los árboles movidos por la brisa de la mañana. El sol del verano alumbra con fuerza, el olor a sal envuelve y define, protege, de algún modo, el temple de ese espacio reservado. Alguien decidió construir allí una casa frente al mar. En ella vive una familia.

Se intuyen con sus pasos alados caminando por la cocina a la hora del desayuno. En la cocina hay una cafetera italiana, y, a su lado, una jarra con agua recargada del grifo. También hay un frutero grande con naranjas, peras y kiwis sobre un banco de piedra natural. Dos copas de vino secándose boca abajo sobre un paño parece que fueron usadas la noche anterior. Las camas tienen las sábanas arrugadas bajo las colchas, y las cortinas recién echadas acarician los grandes tablones de parquet en roble que ennoblecen el suelo de la casa. Detrás de ellas, se transparentan algunos juguetes olvidados. Desde la bancada de la cocina se ve el centro de la sala de estar, los ojos van a la chimenea, silenciosa en la sencillez del acero, recuerda al recogimiento del invierno, cuando encendían la lumbre.

En el porche hay un gato. Suele estar ahí sentado, contemplativo. A esta hora del día el aire frío le acaricia la piel mientras el suelo parece que da calor a sus patas. A un lado, cerca de la entrada, han dejado zapatos de calle con algo de barro de la playa, dos pares de adulto, y dos de niño. Si alzas la vista al techo se ve una ventana enorme que siempre está abierta un poco; desde fuera las cortinas no dejan ver demasiado. Una silla, tal vez un libro en el suelo junto a ella, y, tal vez, un pájaro que se cuela por error, que camina unos pasos hasta el libro, observa las sombras de las cortinas sobre el suelo, las confunde con los árboles en su movimiento, luego, mira al techo y dice algo. La acústica es amplia, su voz sutil se hace eterna entre esas paredes extrañas. La casa está hecha para personas, ese espacio fugaz que define y protege a otros, aunque ahora no están allí, han dejado la puerta abierta a la naturaleza.

El lugar no se altera. Es como si estuviese hecho a medida de la tierra. La casa habita la tierra al igual que las personas habitan la casa. La tierra es su casa, es la casa de la casa.

Se aprecia nobleza en ese espacio. Allí algo se integra y se comprende. Está construido con ese propósito. La luz entra con fuerza y calma a la vez. Como si no hubiese separación o impedimento, como si no hubiese necesidad de intimidad para ella. Está en su sitio, tan en su sitio, tan tranquila, como cuando se posa encima del mar para dejarse caer. Pronto se verá el atardecer. El tiempo no altera el ritmo, aquí el tiempo no asusta, el tiempo se queda quieto, permanece sobre el agua cada día. Mientras, el oleaje justifica, indica que las horas son eternas. No se anticipa a los días del mañana, tampoco arrastra los del ayer. Solo mantiene, sostiene en ese lugar sin nombre, sin preguntas. Sin insolencia. Como las abejas que trabajan en su miel al otro lado de la sombra, entendiendo el sol como esa luz que las aguarda, y la luna, como ese reflejo íntimo, ese faro, que se mueve sobre el agua.

Tal vez por eso viven aquí. Aquí no habitan solo la casa. Habitan la tierra, habitan el mar. Saben que hay un lugar al que siempre se puede volver. Un lugar honrado y respetado, ese sitio donde sentirse a salvo. 

Relato escrito para Revista Offject, número 01.

 
Un túnel bajo el océano. Relato de Lourdes Mínguez para Revista Offject

Revista Offject by THU, número 01. Mayo 2025.

Siguiente
Siguiente

Antes del amanecer